| El Vaticano visto desde el río Tíber, Roma |
Literatura, club de lectura y escritura creativa. Un proyecto de la profesora Drusila Torres Zúñiga
La santa - Gabriel García Márquez
Solo doce horas para salvarlo. Una crónica de Gabriel García Márquez
SOLO 12 HORAS PARA SALVARLO
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| Gabriel García Márquez como reportero |
Este niño de 18 meses, condenado a muerte por la leve mordedura de un perro, sólo tenía un sábado de vida. La única droga que podía derogar la sentencia se hallaba a 5.000 Kms.
Había sido una mala tarde de sábado. El calor empezaba en Caracas. La avenida de Los Ilustres, descongestionada de ordinario, estaba imposible a causa de las cornetas de los automóviles, del estampido de las motonetas, de la reverberación del pavimento bajo el ardiente sol de febrero y de la multitud de mujeres con niños y perros que buscaban sin encontrarlo el fresco de la tarde. Una de ellas, que salió de su casa a las 3.30 con el propósito de dar un corto paseo, regresó contrariada un momento después. Esperaba dar a luz la semana próxima. A causa de su estado, del ruido y el calor, le dolía la cabeza. Su hijo mayor, 18 meses, que paseaba con ella, continuaba llorando porque un perro juguetón, pequeño y excesivamente confianzudo, le había dado un mordisco superficial en la mejilla derecha. Al anochecer le hicieron una cura de mercurio cromo. El niño comió normalmente y se fue a la cama de buen humor.
6a.m. un perro muerto en la cocina
El 1º de marzo fue un sábado más para la mayoría de los habitantes de Caracas. Pero para un grupo de personas que ni siquiera se conocían entre sí, que no sufren de la superstición del sábado, que despertaron aquella mañana con el propósito de cumplir una jornada ordinaria, en Caracas, Chicago, Maracaibo, Nueva York, y aún a 12.000 pies de altura, en un avión de carga que atravesaba el Caribe rumbo a Miami, aquella fecha había de ser una de las más agitadas, angustiosas e intensas.
Los esposos Guillén, puestos de frente a la realidad por el descubrimiento de la sirvienta, se vistieron a la carrera y salieron a la calle sin desayunar. El marido fue hasta el abasto de la esquina, buscó apresuradamente en la guía telefónica y llamó al Instituto de Higiene, en la Ciudad Universitaria, donde, según había oído decir, se examina el cerebro de los perros muertos por causas desconocidas, para determinar si habían contraído la rabia. Era aún muy temprano. Un celador de voz soñolienta le respondió que nadie llegaría hasta las 7.30.
Una voz que él no había escuchado jamás, pero que era la voz de una mujer angustiada, le transformó aquel día apacible, con cuatro palabras, en el sábado más desesperado de su vida. Era la señora de Guillen. El cerebro del perro había sido examinado y el que en ese instante el virus de la rabia había hecho resultado no admitía ninguna duda: positivo. El niño había sido mordido siete días antes. Eso quería decir progresos en su organismo. Había tenido tiempo de incubar. Con mayor razón en el caso de su hijo, pues la mordedura había sido en el lugar más peligroso: la cara.
Reverón recuerda como una pesadilla los movimientos; que ejecutó desde el instante mismo en que colgó el teléfono. A las 11.35 el doctor Rodríguez Fuentes, del Centro Sanitario, examinó al niño, aplicó una vacuna anti-rábica, pero no ofreció muchas esperanzas. La vacuna anti-rábica, que se fabrica en Venezuela, y que sólo ha dado muy buenos resultados, empieza a actuar siete días después de aplicada. Existía el peligro de que, en las próximas 24 horas, el niño sucumbiera a la rabia, una enfermedad tan antigua como el género humano, pero contra la cual la ciencia no ha descubierto aún el remedio. El único recurso es la aplicación de morfina para apaciguar los terribles dolores, mientras llega la muerte.
12m. Víctor Saume da el S.O.S.
El desenfadado Víctor Saume interrumpió el "Show de las 12", en Radio Caracas- Televisión, para transmitir un mensaje urgente. "Se ruega —dijo— a la persona que tenga ampollas de suero anti-rábico Iperimune, llamar urgentemente por teléfono. Se trata de salvar la vida de un niño de 18 meses". En ese mismo instante, un hermano de Carmelo Reverón transmitía un cable a su amigo Justo Gómez, en Maracaibo, pensando que alguna de las compañías petroleras podía disponer de la droga. Otro hermano se acordó de un amigo que vive en Nueva York —Mr. Robert Hester— y le envió un cable urgente, en inglés, a las 12.05 horas de Caracas. Mr. Robert Hester se disponía a abandonar la lúgubre atmósfera newyorkina invernal para pasar el week-end en los suburbios, invitado por una familia amiga. Cerraba la oficina cuando un empleado de la All American Cable le leyó por teléfono el cable que en ese instante había llegado de Caracas. La diferencia de media hora entre las dos ciudades favoreció aquella carrera contra el tiempo.
Un televidente de La Guaira, que almorzaba frente a la televisión, saltó de la silla y se puso en contacto con un médico conocido. Dos minutos después pidió una comunicación con Radio Caracas y aquel mensaje provocó, en los próximos cinco minutos, cuatro telefonemas urgentes. Carmelo Reverón, que no tiene teléfono en su casa se había trasladad do con el niño al número 37 de la calle Lecuna, Country Club, donde vive uno de sus hermanos. Allí recibió, a las 12.32, el mensaje de La Guaira: de la Unidad Sanitaria da aquella ciudad informaban que tenían Iperimune. Una radiopatrulla del tránsito, que se presentó espontáneamente, lo condujo allí en 12 minutos, a través del tránsito abigarrado del mediodía, saltando semáforos a 100 Kms. por hora. Fueron 12 minutos perdidos. Una parsimoniosa enfermera aletargada, frente al ventilador eléctrico, le informó que se trataba de un error involuntario.
—Iperimune no tenemos —dijo—. Pero tenemos grandes cantidades de vacuna
anti-rábica.
En los últimos meses, las autoridades de higiene, inquietas por la frecuencia de los casos de rabia, han intensificado las campañas de vacunación. Oficialmente, se están haciendo 500 tratamientos por mes. El doctor Briceño Rossi, director del Instituto de Higiene y autoridad internacional en la materia, hace someter a una rigurosa observación de 14 días a los perros sospechosos. Un 10% resulta contaminado. En Europa y los Estados Unidos, los perros, como los automóviles, necesitan una licencia. Se les vacuna contra la rabia y se les cuelga del cuello una placa de aluminio donde está grabada la fecha en que caduca su inmunidad. En Caracas, a pesar de los esfuerzos del doctor Briceño Rossi, no existe una reglamentación en ese sentido. Los perros vagabundos se pelean en la calle y se transmiten un virus que luego transmiten a los humanos. Era increíble que en esas circunstancias no se encontrara suero anti-rábico en las farmacias y que Reverón hubiera tenido que recurrir a la solidaridad de personas que ni siquiera conocía, que ni siquiera conoce aún, para salvar a su hijo.
Vivir para contarla - Gabriel García Márquez - fragmento
Fragmento del relato de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla
Introducimos
Gabriel García Márquez no solo fue uno de los escritores más importantes del siglo XX, sino también un narrador de sí mismo. En su obra autobiográfica Vivir para contarla, el autor colombiano nos abre la puerta a su mundo íntimo, sus recuerdos, sus amistades y las circunstancias que marcaron su vida profesional y literaria. Lejos de ser un simple recuento cronológico, este libro es un ejercicio de memoria lleno de humor, melancolía y lucidez. En sus páginas, “Gabo” convierte su vida en literatura, mostrándonos cómo las experiencias personales se transforman en materia narrativa. El fragmento que presentamos a continuación nos sitúa en un momento clave de su juventud, cuando el periodismo lo atrapó de manera inesperada y definió el rumbo de su carrera. Leer este pasaje es asomarse a la forja de un escritor que entendía la escritura como destino, oficio y pasión inseparables.
Biografía de Gabriel García Márquez
Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927 – Ciudad de México, 2014) fue novelista, cuentista, periodista y ensayista, además de una de las figuras centrales del “Boom Latinoamericano”. Criado por sus abuelos maternos, desde niño estuvo rodeado de historias orales que más tarde influirían en el universo mágico de su literatura. Estudió Derecho y Periodismo en la Universidad Nacional de Colombia, aunque pronto abandonó los estudios para dedicarse al periodismo y la literatura.
En la prensa encontró no solo su primera escuela de escritura, sino también un compromiso social y político que lo acompañaría toda la vida. Como reportero, cubrió temas de gran relevancia en Colombia y en el extranjero.
Su fama internacional llegó con Cien años de soledad (1967), novela fundamental del realismo mágico y de la literatura universal. A lo largo de su carrera publicó también El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto, entre otras.
En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura, reconocimiento a una obra que mezcla lo real y lo imaginario con un estilo único. Su legado trasciende fronteras y generaciones, consolidándolo como uno de los grandes narradores de todos los tiempos.
Este fragmento de Vivir para contarla
El fragmento que compartimos muestra uno de los momentos más significativos en la vida de García Márquez: su llegada al periódico El Espectador y su transformación en “Gabo”, apodo que lo acompañaría para siempre. Más que un recuerdo personal, el pasaje revela cómo el periodismo se convirtió en un laboratorio de escritura que nutrió su obra: allí aprendió a observar la realidad con rigor, a captar los detalles de la vida cotidiana y a convertirlos en materia narrativa.
El texto también tiene valor histórico: recrea el ambiente del periodismo colombiano de los años cincuenta, las tensiones políticas y la pasión por la palabra impresa. Para los lectores, representa una ventana privilegiada al proceso creativo de uno de los autores más influyentes de la literatura universal, y explica por qué Vivir para contarla es una pieza clave para comprender la imagen pública y la intimidad literaria de Gabriel García Márquez.
El director de El Espectador, Guillermo Cano, me llamó por teléfono cuando supo que estaba en la oficina de Álvaro Mutis, cuatro pisos arriba de la suya, en un edificio que acababan de estrenar a unas cinco cuadras de su antigua sede. Yo había llegado la víspera y me disponía a almorzar con un grupo de amigos suyos, pero Guillermo me insistió en que antes pasara a saludarlo. Así fue. Después de los abrazos efusivos de estilo en la capital del buen decir, y algún comentario sobre la noticia del día, me agarró del brazo y me apartó de sus compañeros de redacción. «Óigame una vaina, Gabriel —me dijo con una inocencia insospechable—, ¿por qué no me hace el favorzote de escribirme una notita editorial que me está faltando para cerrar el periódico?» Me indicó con el pulgar y el índice el tamaño de medio vaso de agua, y concluyó:
—Así de grande.
Más divertido que él le pregunté dónde podía sentarme, y me señaló un escritorio vacío con una máquina de escribir de otros tiempos. Me acomodé sin más preguntas, pensando un tema bueno para ellos, y allí permanecí sentado en la misma silla, con el mismo escritorio y la misma máquina, en los dieciocho meses siguientes.
—¡Hombre, don Gabo! —casi gritó, con el nombre que había inventado para mí en Barranquilla como apócope de Gabito, y que sólo él usaba. Pero esta vez se generalizó en la redacción y siguieron usándolo hasta en letras de molde: Gabo. No recuerdo el tema de la nota que me encargó Guillermo Cano, pero conocía muy bien desde la Universidad Nacional el estilo dinástico de El Espectador. Y en especial el de la sección «Día a día» de la página editorial, que gozaba de un prestigio merecido, y decidí imitarlo con la sangre fría con que Luisa Santiaga se enfrentaba a los demonios de la adversidad. La terminé en media hora, le hice algunas correcciones a mano y se la entregué a Guillermo Cano, que la leyó de pie por encima del arco de sus lentes de miope. Su concentración no parecía sólo suya sino de toda una dinastía de antepasados de cabellos blancos, iniciada por don Fidel Cano, el fundador del periódico en 1887, continuada por su hermano don Luis, consolidada por su hijo don Gabriel, y recibida ya madura en el torrente sanguíneo por su nieto Guillermo, que acababa de asumir la dirección general a los veintitrés años. Igual que lo habrían hecho sus antepasados, hizo algunas revisiones salteadas por varias dudas menores, y terminó con el primer uso práctico y simplificado de mi nuevo nombre:
—Muy bien, Gabo.
La noche del regreso me había dado cuenta de que Bogotá no volvería a ser la misma para mí mientras sobrevivieran mis recuerdos. Como muchas catástrofes grandes del país, el 9 de abril había trabajado más para el olvido que para la historia. El hotel Granada fue arrasado en su parque centenario y ya empezaba a crecer en su lugar el edificio demasiado nuevo del Banco de la República. Las antiguas calles de nuestros años no parecían de nadie sin los tranvías iluminados, y la esquina del crimen histórico había perdido su grandeza en los espacios ganados por los incendios. «Ahora sí parece una gran ciudad», dijo asombrado alguien que nos acompañaba. Y acabó de desgarrarme con la frase ritual:
—Hay que darle gracias al nueve de abril.
En cambio, nunca había estado mejor que en la pensión sin nombre donde me instaló Álvaro Mutis. Una casa embellecida por la desgracia a un lado del parque nacional, donde la primera noche no pude soportar la envidia por mis vecinos de cuarto que hacían el amor como si fuera una guerra feliz. Al día siguiente, cuando los vi salir no podía creer que fueran ellos: una niña escuálida con un vestido de orfanato público y un señor de gran edad, platinado y con dos metros de estatura, que bien podía ser su abuelo. Pensé que me había equivocado, pero ellos mismos se encargaron de confirmármelo todas las noches siguientes con sus muertes a gritos hasta el amanecer. El Espectador publicó mi nota en la página editorial y en el lugar de las buenas. Pasé la mañana en las grandes tiendas comprando ropa que Mutis me imponía con el fragoroso acento inglés que inventaba para divertir a los vendedores.
—Oiga Gabo, ¿qué pasó con usted? —me dijo con una severidad mal imitada de director en jefe—. Ayer cerramos atrasados esperando su nota.
Bajé a la redacción para conversar con él, y todavía no sé cómo seguí escribiendo notas sin firma todas las tardes durante más de una semana, sin que nadie me hablara de empleo ni de sueldo. En las tertulias de descanso los redactores me trataban como uno de los suyos, y de hecho lo era sin imaginarme hasta qué punto. La sección «Día a día», nunca firmada, la encabezaba de rutina Guillermo Cano, con una nota política. En un orden establecido por la dirección, iba después la nota con tema libre de Gonzalo González, que además llevaba la sección más inteligente y popular del periódico.
—«Preguntas y respuestas»—, donde absolvía cualquier duda de los lectores con el seudónimo de Gog, no por Giovanni Papini sino por su propio nombre. A continuación publicaban mis notas, y en muy escasas ocasiones alguna especial de Eduardo Zalamea, que ocupaba a diario el mejor espacio de la página editorial —«La ciudad y el mundo»— con el seudónimo de Ulises, no por Hornero —como él solía precisarlo—, sino por James Joyce. Álvaro Mutis debía hacer un viaje de trabajo a Puerto Príncipe por los primeros días del nuevo año, y me invitó a que lo acompañara. Haití era entonces el país de mis sueños después de haber leído El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Aún no le había contestado el 18 de febrero, cuando escribí una nota sobre la reina madre de Inglaterra perdida en la soledad del inmenso palacio de Buckingham. Me llamó la atención que la publicaran en el primer lugar de «Día a día» y se hubiera comentado bien en nuestras oficinas. Esa noche, en una fiesta de pocos en casa del jefe de redacción, José Salgar, Eduardo Zalamea hizo un comentario aún más entusiasta. Algún infidente benévolo me dijo más tarde que esa opinión había disipado las últimas reticencias para que la dirección me hiciera la oferta formal de un empleo fijo.
Jamás se me hubiera pasado por la mente la ilusión de ser redactor de planta de El Espectador. Entendía que publicaran mis cuentos, por la escasez y la pobreza del género en Colombia, pero la redacción diaria en un vespertino era un desafío bien distinto para alguien poco curtido en el periodismo de choque. Con medio siglo de edad, criado en una casa alquilada y en las maquinarias sobrantes de El Tiempo un periódico rico, poderoso y prepotente—, El Espectador era un modesto vespertino de dieciséis páginas apretujadas, pero sus cinco mil ejemplares mal contados se los arrebataban a los voceadores casi en las puertas de los talleres, y se leían en media hora en los cafés taciturnos de la ciudad vieja. Eduardo Zalamea Borda en persona había declarado a través de la BBC de Londres que era el mejor periódico del mundo.
La promoción espectacular de Guillermo Cano como director de El Espectador a los veintitrés años no parecía ser el fruto prematuro de sus méritos personales, sino más bien el cumplimiento de una predestinación que estaba escrita desde antes de su nacimiento. Por eso mi primera sorpresa fue comprobar que era de veras el director, cuando muchos pensábamos desde fuera que no era más que un hijo obediente. Lo que más me llamó la atención fue la rapidez con que reconocía la noticia.
A veces tenía que enfrentarse a todos, aun sin muchos argumentos, hasta que lograba convencerlos de su verdad. Era una época en la que el oficio no lo enseñaban en las universidades sino que se aprendía al pie de la vaca, respirando tinta de imprenta, y El Espectador tenía los maestros mejores y de buen corazón pero de mano dura. Guillermo Cano había empezado allí desde las primeras letras, con notas taurinas tan severas y eruditas que su vocación dominante no parecía ser de periodista sino de novillero. Así que la experiencia más dura de su vida debió ser la de verse ascendido de la noche a la mañana, sin escalones intermedios, de estudiante primíparo a maestro mayor. Nadie que no lo conociera de cerca hubiera podido vislumbrar, detrás de sus maneras suaves y un poco evasivas, la terrible determinación de su carácter. Con la misma pasión se empeñó en batallas vastas y peligrosas, sin detenerse jamás ante la certidumbre de que aun detrás de las causas más nobles puede acechar la muerte.
Conluimos
Leer Vivir para contarla es una experiencia que va más allá de la autobiografía: es acompañar a Gabriel García Márquez en el descubrimiento de su voz como escritor y en la construcción de un universo literario que marcaría la historia de la narrativa universal. Este fragmento nos recuerda que cada página escrita por “Gabo” nace de la fusión entre la vida y la imaginación, entre la memoria y la invención. Su paso por el periodismo, sus amistades literarias y su visión crítica de la realidad nos muestran a un autor que supo transformar lo cotidiano en arte. Si te apasiona la literatura y quieres seguir descubriendo más sobre grandes escritores y sus obras, te invitamos a mantenerte cerca de este espacio.
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