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La santa - Gabriel García Márquez

La santa (cuento de Gabriel García Márquez)

Calle secreta del Trastévere, Roma


Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años y volvía a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.
-¿Qué pasó con la santa?
-Ahí está la santa -me contestó-. Esperando.
Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de su respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años pensé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca dejé que me encontrara fue porque el final de su historia me parecía inimaginable.
Había venido a Roma en aquella primavera radiante en que Pío XII padecía una crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechiceros habían logrado remediar. Salía por primera vez de su escarpada aldea de Tolima, en los Andes colombianos, y se le notaba hasta en el modo de dormir. Se presentó una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por teléfono al tenor Rafael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensión donde ambos vivíamos. Así lo conocí.
Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso encontraba a su alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella muchacha que murió poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más bella aún que la madre, murió de fiebre esencial a los siete años. Pero la verdadera historia de Margarito Duarte había empezado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo de mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la niña seguía intacta después de once años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterrado. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuerpo carecía de peso.
Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma inequívoco de la santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un asunto de la nación.
Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Parioli, Margarito Duarte quitó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo participamos del milagro. No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una niña vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y causaban la impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los azahares falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió siendo igual cuando sacamos el cuerpo.
Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda diplomática más compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimañas se le ocurrieron para sortear los incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones humanitarias encontraba a su paso, donde lo escuchaban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones inmediatas que nunca culminaron. La verdad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no sólo a los más refinados recursos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le mandaban del mundo entero.
Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo. Margarito llevó la santa a la primera audiencia semanal con la esperanza de mostrársela. El Papa apareció en el patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pronunció el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general.
Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito decidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la Secretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó darle una mirada oficial a la niña muerta, y los empleados que pasaban cerca la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le contó que el año anterior había recibido más de ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos en distintos lugares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla.
-Debe ser un caso de sugestión colectiva -dijo.
En sus escasas horas libres y en los áridos domingos de verano, Margarito permanecía en su cuarto, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia, escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su caligrafía preciosista de amanuense mayor, para rendir cuentas estrictas y oportunas a los contribuyentes de su pueblo. Antes de terminar el año conocía los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de que cambiara su vestido fúnebre, y el chaleco y el sombrero de magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines inconfesables. Salía desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente.
-Los santos viven en su tiempo propio -decía.
Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calvario con una intensidad inolvidable. La pensión donde dormíamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su esposo, por el mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella.
Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra.
-Eres San Marcos reencarnado, figlio mio -exclamaba la tía Antonieta asombrada de veras-. Sólo él podía hablar con los leones.
Una mañana no fue el león el que dio la réplica. El tenor inició el dueto de amor del OtelloGià nella notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la respuesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz del vecindario que abrió las ventanas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que su Desdémona invisible era nada menos que la gran María Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a la fonética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para formularse un juicio de consolación.
-No son el mismo caso -dijo-. A estos se les nota enseguida que están muertos.
Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de medio día se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organiza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatorio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo descarriado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desasosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuenta al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la universidad de Siena, pensó que Margarito debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que era inválida, no se le ocurrió otra.
-En todo caso -dijo- no son rugidos de guerra sino de compasión.
Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la conmoción de Margarito cuando se detuvieron a conversar con las muchachas del parque. Lo comentó en la mesa, y unos por picardía, y otros por comprensión, estuvimos de acuerdo en que sería una buena obra ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de nuestros corazones, María Bella se apretó la pechuga de madraza bíblica con sus manos empedradas de anillos de fantasía.
-Yo lo haría por caridad -dijo-, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco.
Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó en ancas de su vespa a la mariposita que le pareció más propicia para darle una hora de buena compañía a Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba, la bañó con jabón de olor, la secó, la perfumó con su agua de colonia personal, y la empolvó de cuerpo entero con su talco alcanforado para después de afeitarse. Por último le pagó el tiempo que ya llevaban y una hora más, y le indicó letra por letra lo que debía hacer.
La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un sueño de la siesta, y dio dos golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abrió la puerta.
-Buona sera giovanotto -le dijo ella, con voz y modos de colegiala-. Mi manda il tenore.
Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la puerta para darle paso, y ella se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla con el debido respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo que se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado.
La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido sin cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qué hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de madera sobre la chimenea. Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que entreabrió la persiana para que entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó la mandíbula. O como nos dijo después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se equivocó de sentido en el corredor, y se encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lámpara de mi cuarto. Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy entrada la noche.
La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía atornillar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. "Es que en esta casa espantan", me dijo. "Y ahora a pleno día". Me contó con una gran convicción que, durante la guerra, un oficial alemán degolló a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor. Muchas veces, mientras andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la aparición de la bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.
-Acabo de verla caminando en pelota por el corredor -dijo-. Era idéntica.
La ciudad recobró su rutina de otoño. Las terrazas floridas del verano se cerraron con los primeros vientos, y el tenor y yo volvimos a la tractoría del Trastévere donde solíamos cenar con los alumnos de canto del conde Carlo Calcagni, y algunos compañeros míos de la escuela de cine. Entre estos últimos, el más asiduo era Lakis, un griego inteligente y simpático, cuyo único tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la injusticia social. Por fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de ópera cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a nadie aun después de la media noche. Al contrario, algunos trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para aplaudir.
Una noche, mientras cantábamos, Margarito entró en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de mostrarle la santa al párroco de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito era de dominio público. Alcancé a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se sentó mientras terminábamos de cantar. Como siempre ocurría al filo de la media noche, reunimos varias mesas cuando la tractoría empezó a desocuparse, y quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido allí como el colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis, intrigado, le preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la situación. Margarito fue el único que tomó la pregunta con toda naturalidad.
-No es un violonchelo -dijo-. Es la santa.
Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la cocina con sus delantales ensangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las cocineras se arrodilló con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rezó en silencio.
Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión sobre la insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más radical. Lo único que quedó claro al final fue su idea de hacer una película crítica con el tema de la santa.
-Estoy seguro -dijo- que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.
Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guión, uno de los grandes de la historia del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al margen de la escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los ánimos. "Lástima que haya que filmarlo", decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de su casa.
El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea que le habíamos anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó a Margarito a una mesa preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que menos imaginábamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie de parálisis mental.
-Ammazza! -murmuró espantado.
Miró a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo despidió con unas palmaditas en la espalda. "Gracias, hijo, muchas gracias", le dijo. "Y que Dios te acompañe en tu lucha". Cuando cerró la puerta se volvió hacia nosotros, y nos dio su veredicto.
-No sirve para el cine -dijo-. Nadie lo creería.
Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había ni que pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos recibió con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Margarito.
Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o tres condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.
-Ya lo tengo -gritó-. La película será un cañonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la niña.
-¿En la película o en la vida? -le pregunté.
Él reprimió la contrariedad. "No seas tonto", me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el destello de una idea irresistible. "A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real", dijo, y reflexionó en serio:
-Debería probar.
Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa, como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo escuchábamos deslumbrados, con la impresión de estar viendo las imágenes como pájaros fosforescentes que se le escapaban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.
-Una noche -dijo- cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito entra en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y le dice con toda la ternura del mundo: "Por el amor de tu padre, hijita: levántate y anda".
Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:
-¡Y la niña se levanta!
Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no encontrábamos qué decir. Salvo Lakis, el griego, que levantó el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra.
-Mi problema es que no lo creo -dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini-: Perdóneme, maestro, pero no lo creo.
Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito.
-¿Y por qué no?
-Qué sé yo -dijo Lakis, angustiado-. Es que no puede ser.
-Ammazza! -gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el barrio entero-. Eso es lo que más me jode de los estalinistas: que no creen en la realidad.
En los quince años siguientes, según él mismo me contó, Margarito llevó la santa a Castelgandolfo por si se daba la ocasión de mostrarla. En una audiencia de unos doscientos peregrinos de América Latina alcanzó a contar la historia, entre empujones y codazos, al benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la niña porque debió dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros peregrinos, en previsión de un atentado. El Papa lo escuchó con tanta atención como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita de aliento.
-Bravo, figlio mio -le dijo-. Dios premiará tu perseverancia.
Sin embargo, cuando de veras se sintió en vísperas de realizar su sueño fue durante el reinado fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de éste, impresionado por la historia de Margarito, le prometió su mediación. Nadie le hizo caso. Pero dos días después, mientras almorzaban, alguien llamó a la pensión con un mensaje rápido y simple para Margarito: no debía moverse de Roma, pues antes del jueves sería llamado del Vaticano para una audiencia privada.

El Vaticano visto desde el  río Tíber, Roma

Nunca se supo si fue una broma. Margarito creía que no, y se mantuvo alerta. Nadie salió de la casa. Si tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: "Voy al baño". María Bella, siempre graciosa en los primeros albores de la vejez, soltaba su carcajada de mujer libre.
-Ya lo sabemos, Margarito -gritaba-, por si te llama el Papa.
La semana siguiente, dos días antes del telefonema anunciado, Margarito se derrumbó ante el titular del periódico que deslizaron por debajo de la puerta: Morto il Papa. Por un instante lo sostuvo en vilo la ilusión de que era un periódico atrasado que habían llevado por equivocación, pues no era fácil creer que muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el sonriente Albino Luciani, elegido treinta y tres días antes, había amanecido muerto en su cama.
Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera pensado en él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los estragos del tiempo para pensar en nadie. Caía sin cesar una llovizna boba como el caldo tibio, la luz de diamante de otros tiempos se había vuelto turbia, y los lugares que habían sido míos y sustentaban mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensión seguía siendo la misma, pero nadie dio razón de María Bella. Nadie contestaba en seis números de teléfono que el tenor Ribero Silva me había mandado a través de los años. En un almuerzo con la nueva gente de cine evoqué la memoria de mi maestro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un instante, hasta que alguien se atrevió a decir:
-Zavattini? Mai sentito.
Así era: nadie había oído hablar de él. Los árboles de la Villa Borghese estaban desgreñados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido devorado por una maleza sin flores, y las bellas de antaño habían sido sustituidas por atletas andróginos travestidos de manolas. El único sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se moría de amor en las tractorías plastificadas de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras nostalgias era ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Césares. De pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en seco en una callecita del Trastévere:
-Hola, poeta.
Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba los primeros síntomas de la decrepitud, y él seguía esperando. "He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más", me dijo al despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. "Puede ser cosa de meses". Se fue arrastrando los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización.

Solo doce horas para salvarlo. Una crónica de Gabriel García Márquez

SOLO 12 HORAS PARA SALVARLO 


gabriel garcia marquez joven
Gabriel García Márquez como reportero



Este niño de 18 meses, condenado a muerte por la leve mordedura de un perro,  sólo tenía un sábado de vida. La única droga que podía derogar la sentencia se hallaba a 5.000 Kms. 

Había sido una mala tarde de sábado. El calor empezaba en Caracas. La avenida de Los Ilustres, descongestionada de ordinario, estaba imposible a causa de las cornetas de los automóviles, del estampido de las motonetas, de la reverberación del pavimento bajo el ardiente sol de febrero y de la multitud de mujeres con niños y perros que buscaban sin encontrarlo el fresco de la tarde. Una de ellas, que salió de su casa a las 3.30 con el propósito de dar un corto paseo, regresó contrariada un momento después. Esperaba dar a luz la semana próxima. A causa de su estado, del ruido y el calor, le dolía la cabeza. Su hijo mayor, 18 meses, que paseaba con ella, continuaba llorando porque un perro juguetón, pequeño y excesivamente confianzudo, le había dado un mordisco superficial en la mejilla derecha. Al anochecer le hicieron una cura de mercurio cromo. El niño comió normalmente y se fue a la cama de buen humor.

En su apacible pent-house del edificio "Emma", la señora Ana de Guillén supo esa misma noche que su perro había mordido un niño en la avenida Los Ilustres. Ella conocía muy bien a "Tony", el animal que ella misma había criado y adiestrado y sabía que era afectuoso e inofensivo. No le dio importancia al incidente. El lunes cuando su marido regresó del trabajo, el perro le salió al encuentro. Con una agresividad insólita, en vez de mover la cola, le rasgó el pantalón. Alguien subió a decirle, en el curso de la semana, que "Tony" había tratado de morder un vecino en la escalera. La señora Guillen atribuyó al calor la conducta de su perro. Lo encerró en el dormitorio, durante el día, para evitar inconvenientes con los vecinos. El viernes, sin la menor provocación, el perro trató de morderla a ella. Antes de acostarse lo encerró en la cocina, mientras se le ocurría una solución mejor. El animal, rasguñando la puerta, lloró toda la noche. Pero cuando la muchacha de servicio entró a la cocina a la mañana siguiente, lo encontró blando y pacífico, con los dientes pelados y llenos de espuma. Estaba muerto.

6a.m. un perro muerto en la cocina

El 1º de marzo fue un sábado más para la mayoría de los habitantes de Caracas. Pero para un grupo de personas que ni siquiera se conocían entre sí, que no sufren de la superstición del sábado, que despertaron aquella mañana con el propósito de cumplir una jornada ordinaria, en Caracas, Chicago, Maracaibo, Nueva York, y aún a 12.000 pies de altura, en un avión de carga que atravesaba el Caribe rumbo a Miami, aquella fecha había de ser una de las más agitadas, angustiosas e intensas.

Los esposos Guillén, puestos de frente a la realidad por el descubrimiento de la sirvienta, se vistieron a la carrera y salieron a la calle sin desayunar. El marido fue hasta el abasto de la esquina, buscó apresuradamente en la guía telefónica y llamó al Instituto de Higiene, en la Ciudad Universitaria, donde, según había oído decir, se examina el cerebro de los perros muertos por causas desconocidas, para determinar si habían contraído la rabia. Era aún muy temprano. Un celador de voz soñolienta le respondió que nadie llegaría hasta las 7.30.

La señora de Guillén debía recorrer un camino largo y complicado antes de llegar a su destino. En primer término necesitaba recordar, a esa hora, en la avenida Los Ilustres, donde empezaban a circular los buenos y laboriosos vecinos que nada tenían que ver con su angustia, quién le había dicho el sábado de la semana pasada que su perro había mordido a un niño. Antes de las 8, en un abasto, encontró una sirvienta portuguesa que creyó haber oído la historia del perro de una vecina suya. Era una pista falsa. Pero más tarde tuvo la información aproximada de que el niño mordido vivía muy cerca de la Iglesia de San Pedro, en Los Chaguaramos. A las 9 de la mañana, una camioneta de la cercana Unidad Sanitaria se llevó el cadáver del perro para examinarlo. A las 10, después de haber recorrido uno a uno los edificios más cercanos a la Iglesia de San Pedro, preguntando quién tenía noticia de un niño mordido por un perro, la señora de Guillen encontró otro indicio. Los albañiles italianos de un edificio en construcción, en la avenida Ciudad Universitaria, habían oído hablar de eso en el curso de la semana. La familia del niño vivía a 100 metros del lugar que la angustiada señora de Guillen había explorado centímetro a centímetro durante toda la mañana, edificio "Macuto", apartamento número 8. En la puerta había una tarjeta de una profesora de piano. Había que oprimir el botón del timbre a la derecha de la puerta y preguntarle a la sirvienta gallega por el señor Reverón.

Carmelo Martín Reverón había salido aquel sábado, como todos los días, salvo el domingo, a las 7.35 de la mañana. En su Chevrolet azul claro, que estaciona en la puerta del edificio, se había dirigido a la esquina de Velázquez. Allí está situada la empresa de productos lácteos donde trabaja hace cuatro años. Reverón es un canario de 32 años que sorprende desde el primer momento por su espontaneidad y sus buenas maneras. No tenía ningún motivo de inquietud aquella mañana de sábado. Tenía una posición segura y la estimación de sus compañeros de trabajo. Se casó hace dos años. Su hijo mayor, Roberto, había cumplido los 18 meses en buena salud. El último miércoles, había experimentado una nueva satisfacción: su esposa había dado a luz una niña.

En su calidad de delegado científico, Reverón pasa la mayor parte del tiempo en la calle, visitando a la clientela. Llega a los laboratorios a las 8 de la mañana, despacha los asuntos más urgentes, y no vuelve hasta el otro día, a la misma hora. Ese sábado, por ser sábado volvió al laboratorio, excepcionalmente, a las 11 de la mañana. Cinco minutos después lo llamaron por teléfono.

Una voz que él no había escuchado jamás, pero que era la voz de una mujer angustiada, le transformó aquel día apacible, con cuatro palabras, en el sábado más desesperado de su vida. Era la señora de Guillen. El cerebro del perro había sido examinado y el que en ese instante el virus de la rabia había hecho resultado no admitía ninguna duda: positivo. El niño había sido mordido siete días antes. Eso quería decir progresos en su organismo. Había tenido tiempo de incubar. Con mayor razón en el caso de su hijo, pues la mordedura había sido en el lugar más peligroso: la cara.

Reverón recuerda como una pesadilla los movimientos; que ejecutó desde el instante mismo en que colgó el teléfono. A las 11.35 el doctor Rodríguez Fuentes, del Centro Sanitario, examinó al niño, aplicó una vacuna anti-rábica, pero no ofreció muchas esperanzas. La vacuna anti-rábica, que se fabrica en Venezuela, y que sólo ha dado muy buenos resultados, empieza a actuar siete días después de aplicada. Existía el peligro de que, en las próximas 24 horas, el niño sucumbiera a la rabia, una enfermedad tan antigua como el género humano, pero contra la cual la ciencia no ha descubierto aún el remedio. El único recurso es la aplicación de morfina para apaciguar los terribles dolores, mientras llega la muerte. 

El doctor Rodríguez Fuentes fue explícito: la vacuna podría ser inútil. Quedaba el recurso de encontrar, antes de 24 horas, 3.000 unidades de Iperimune, un suero anti-rábico fabricado en los Estados Unidos. A diferencia de la vacuna, el suero antirábico empieza a actuar desde el momento de la primera aplicación. 3.000 unidades no ocupan más espacio ni pesan más que un paquete de cigarrillos. No tendrían por qué costar más de 30 bolívares. Pero la mayoría de las farmacias de Caracas que fueron consultadas, dieron la misma respuesta: "No hay". Incluso algunos médicos no tenían noticias del producto, a pesar de que apareció por primera vez en los catálogos de la casa productora en 1947. Reverón tenía 12 horas de plazo para salvar a su hijo. La medicina salvadora estaba a 5.000 Kms. de distancia, en los Estados Unidos, donde las oficinas se preparaban a cerrar hasta el lunes.

12m. Víctor Saume da el S.O.S.

El desenfadado Víctor Saume interrumpió el "Show de las 12", en Radio Caracas- Televisión, para transmitir un mensaje urgente. "Se ruega —dijo— a la persona que tenga ampollas de suero anti-rábico Iperimune, llamar urgentemente por teléfono. Se trata de salvar la vida de un niño de 18 meses". En ese mismo instante, un hermano de Carmelo Reverón transmitía un cable a su amigo Justo Gómez, en Maracaibo, pensando que alguna de las compañías petroleras podía disponer de la droga. Otro hermano se acordó de un amigo que vive en Nueva York —Mr. Robert Hester— y le envió un cable urgente, en inglés, a las 12.05 horas de Caracas. Mr. Robert Hester se disponía a abandonar la lúgubre atmósfera newyorkina invernal para pasar el week-end en los suburbios, invitado por una familia amiga. Cerraba la oficina cuando un empleado de la All American Cable le leyó por teléfono el cable que en ese instante había llegado de Caracas. La diferencia de media hora entre las dos ciudades favoreció aquella carrera contra el tiempo.

Un televidente de La Guaira, que almorzaba frente a la televisión, saltó de la silla y se puso en contacto con un médico conocido. Dos minutos después pidió una comunicación con Radio Caracas y aquel mensaje provocó, en los próximos cinco minutos, cuatro telefonemas urgentes. Carmelo Reverón, que no tiene teléfono en su casa se había trasladad do con el niño al número 37 de la calle Lecuna, Country Club, donde vive uno de sus hermanos. Allí recibió, a las 12.32, el mensaje de La Guaira: de la Unidad Sanitaria da aquella ciudad informaban que tenían Iperimune. Una radiopatrulla del tránsito, que se presentó espontáneamente, lo condujo allí en 12 minutos, a través del tránsito abigarrado del mediodía, saltando semáforos a 100 Kms. por hora. Fueron 12 minutos perdidos. Una parsimoniosa enfermera aletargada, frente al ventilador eléctrico, le informó que se trataba de un error involuntario.

 —Iperimune no tenemos —dijo—. Pero tenemos grandes cantidades de vacuna
anti-rábica.

Esa fue la única respuesta concreta que ocasionó e 'mensaje por la T.V. Era increíble que en Venezuela no se encontrara suero anti-rábico. Un caso como el del niño Reverón, cuyas horas estaban contadas, podía ocurrir en cualquier momento. Las estadísticas demuestran que todos los años se registran casos de personas que mueren a consecuencia de mordeduras de perros rabiosos. De 1950 a 1952, más de 5.000 perros mordieron 8.000 habitantes de Caracas. De 2.000 puestos en observación, 500 estaban contaminados. En esos 2 años, 20 venezolanos murieron contaminados por las mordeduras.

En los últimos meses, las autoridades de higiene, inquietas por la frecuencia de los casos de rabia, han intensificado las campañas de vacunación. Oficialmente, se están haciendo 500 tratamientos por mes. El doctor Briceño Rossi, director del Instituto de Higiene y autoridad internacional en la materia, hace someter a una rigurosa observación de 14 días a los perros sospechosos. Un 10% resulta contaminado. En Europa y los Estados Unidos, los perros, como los automóviles, necesitan una licencia. Se les vacuna contra la rabia y se les cuelga del cuello una placa de aluminio donde está grabada la fecha en que caduca su inmunidad. En Caracas, a pesar de los esfuerzos del doctor Briceño Rossi, no existe una reglamentación en ese sentido. Los perros vagabundos se pelean en la calle y se transmiten un virus que luego transmiten a los humanos. Era increíble que en esas circunstancias no se encontrara suero anti-rábico en las farmacias y que Reverón hubiera tenido que recurrir a la solidaridad de personas que ni siquiera conocía, que ni siquiera conoce aún, para salvar a su hijo.

Vivir para contarla - Gabriel García Márquez - fragmento

Fragmento del relato de Gabriel García Márquez, Vivir para contarla





Introducimos

Gabriel García Márquez no solo fue uno de los escritores más importantes del siglo XX, sino también un narrador de sí mismo. En su obra autobiográfica Vivir para contarla, el autor colombiano nos abre la puerta a su mundo íntimo, sus recuerdos, sus amistades y las circunstancias que marcaron su vida profesional y literaria. Lejos de ser un simple recuento cronológico, este libro es un ejercicio de memoria lleno de humor, melancolía y lucidez. En sus páginas, “Gabo” convierte su vida en literatura, mostrándonos cómo las experiencias personales se transforman en materia narrativa. El fragmento que presentamos a continuación nos sitúa en un momento clave de su juventud, cuando el periodismo lo atrapó de manera inesperada y definió el rumbo de su carrera. Leer este pasaje es asomarse a la forja de un escritor que entendía la escritura como destino, oficio y pasión inseparables.


Biografía de Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1927 – Ciudad de México, 2014) fue novelista, cuentista, periodista y ensayista, además de una de las figuras centrales del “Boom Latinoamericano”. Criado por sus abuelos maternos, desde niño estuvo rodeado de historias orales que más tarde influirían en el universo mágico de su literatura. Estudió Derecho y Periodismo en la Universidad Nacional de Colombia, aunque pronto abandonó los estudios para dedicarse al periodismo y la literatura.

En la prensa encontró no solo su primera escuela de escritura, sino también un compromiso social y político que lo acompañaría toda la vida. Como reportero, cubrió temas de gran relevancia en Colombia y en el extranjero.

Su fama internacional llegó con Cien años de soledad (1967), novela fundamental del realismo mágico y de la literatura universal. A lo largo de su carrera publicó también El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera y El general en su laberinto, entre otras.

En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura, reconocimiento a una obra que mezcla lo real y lo imaginario con un estilo único. Su legado trasciende fronteras y generaciones, consolidándolo como uno de los grandes narradores de todos los tiempos.


Este fragmento de Vivir para contarla

El fragmento que compartimos muestra uno de los momentos más significativos en la vida de García Márquez: su llegada al periódico El Espectador y su transformación en “Gabo”, apodo que lo acompañaría para siempre. Más que un recuerdo personal, el pasaje revela cómo el periodismo se convirtió en un laboratorio de escritura que nutrió su obra: allí aprendió a observar la realidad con rigor, a captar los detalles de la vida cotidiana y a convertirlos en materia narrativa.

El texto también tiene valor histórico: recrea el ambiente del periodismo colombiano de los años cincuenta, las tensiones políticas y la pasión por la palabra impresa. Para los lectores, representa una ventana privilegiada al proceso creativo de uno de los autores más influyentes de la literatura universal, y explica por qué Vivir para contarla es una pieza clave para comprender la imagen pública y la intimidad literaria de Gabriel García Márquez.



El director de El Espectador, Guillermo Cano, me llamó por teléfono cuando supo que estaba en la oficina de Álvaro Mutis, cuatro pisos arriba de la suya, en un edificio que acababan de estrenar a unas cinco cuadras de su antigua sede. Yo había llegado la víspera y me disponía a almorzar con un grupo de amigos suyos, pero Guillermo me insistió en que antes pasara a saludarlo. Así fue. Después de los abrazos efusivos de estilo en la capital del buen decir, y algún comentario sobre la noticia del día, me agarró del brazo y me apartó de sus compañeros de redacción. «Óigame una vaina, Gabriel —me dijo con una inocencia insospechable—, ¿por qué no me hace el favorzote de escribirme una notita editorial que me está faltando para cerrar el periódico?» Me indicó con el pulgar y el índice el tamaño de medio vaso de agua, y concluyó:

—Así de grande.

Más divertido que él le pregunté dónde podía sentarme, y me señaló un escritorio vacío con una máquina de escribir de otros tiempos. Me acomodé sin más preguntas, pensando un tema bueno para ellos, y allí permanecí sentado en la misma silla, con el mismo escritorio y la misma máquina, en los dieciocho meses siguientes.

Minutos después de mi llegada salió de la oficina contigua Eduardo Zalamea Borda, el subdirector, absorto en un legajo de papeles. Se espantó al reconocerme.
—¡Hombre, don Gabo! —casi gritó, con el nombre que había inventado para mí en Barranquilla como apócope de Gabito, y que sólo él usaba. Pero esta vez se generalizó en la redacción y siguieron usándolo hasta en letras de molde: Gabo. No recuerdo el tema de la nota que me encargó Guillermo Cano, pero conocía muy bien desde la Universidad Nacional el estilo dinástico de El Espectador. Y en especial el de la sección «Día a día» de la página editorial, que gozaba de un prestigio merecido, y decidí imitarlo con la sangre fría con que Luisa Santiaga se enfrentaba a los demonios de la adversidad. La terminé en media hora, le hice algunas correcciones a mano y se la entregué a Guillermo Cano, que la leyó de pie por encima del arco de sus lentes de miope. Su concentración no parecía sólo suya sino de toda una dinastía de antepasados de cabellos blancos, iniciada por don Fidel Cano, el fundador del periódico en 1887, continuada por su hermano don Luis, consolidada por su hijo don Gabriel, y recibida ya madura en el torrente sanguíneo por su nieto Guillermo, que acababa de asumir la dirección general a los veintitrés años. Igual que lo habrían hecho sus antepasados, hizo algunas revisiones salteadas por varias dudas menores, y terminó con el primer uso práctico y simplificado de mi nuevo nombre:

—Muy bien, Gabo.

La noche del regreso me había dado cuenta de que Bogotá no volvería a ser la misma para mí mientras sobrevivieran mis recuerdos. Como muchas catástrofes grandes del país, el 9 de abril había trabajado más para el olvido que para la historia. El hotel Granada fue arrasado en su parque centenario y ya empezaba a crecer en su lugar el edificio demasiado nuevo del Banco de la República. Las antiguas calles de nuestros años no parecían de nadie sin los tranvías iluminados, y la esquina del crimen histórico había perdido su grandeza en los espacios ganados por los incendios. «Ahora sí parece una gran ciudad», dijo asombrado alguien que nos acompañaba. Y acabó de desgarrarme con la frase ritual:

—Hay que darle gracias al nueve de abril.

En cambio, nunca había estado mejor que en la pensión sin nombre donde me instaló Álvaro Mutis. Una casa embellecida por la desgracia a un lado del parque nacional, donde la primera noche no pude soportar la envidia por mis vecinos de cuarto que hacían el amor como si fuera una guerra feliz. Al día siguiente, cuando los vi salir no podía creer que fueran ellos: una niña escuálida con un vestido de orfanato público y un señor de gran edad, platinado y con dos metros de estatura, que bien podía ser su abuelo. Pensé que me había equivocado, pero ellos mismos se encargaron de confirmármelo todas las noches siguientes con sus muertes a gritos hasta el amanecer. El Espectador publicó mi nota en la página editorial y en el lugar de las buenas. Pasé la mañana en las grandes tiendas comprando ropa que Mutis me imponía con el fragoroso acento inglés que inventaba para divertir a los vendedores.

Almorzamos con Gonzalo Mallarino y con otros escritores jóvenes invitados para presentarme en sociedad. No volví a saber nada de Guillermo Cano hasta tres días después, cuando me llamó a la oficina de Mutis.

—Oiga Gabo, ¿qué pasó con usted? —me dijo con una severidad mal imitada de director en jefe—. Ayer cerramos atrasados esperando su nota.

Bajé a la redacción para conversar con él, y todavía no sé cómo seguí escribiendo notas sin firma todas las tardes durante más de una semana, sin que nadie me hablara de empleo ni de sueldo. En las tertulias de descanso los redactores me trataban como uno de los suyos, y de hecho lo era sin imaginarme hasta qué punto. La sección «Día a día», nunca firmada, la encabezaba de rutina Guillermo Cano, con una nota política. En un orden establecido por la dirección, iba después la nota con tema libre de Gonzalo González, que además llevaba la sección más inteligente y popular del periódico.

—«Preguntas y respuestas»—, donde absolvía cualquier duda de los lectores con el seudónimo de Gog, no por Giovanni Papini sino por su propio nombre. A continuación publicaban mis notas, y en muy escasas ocasiones alguna especial de Eduardo Zalamea, que ocupaba a diario el mejor espacio de la página editorial —«La ciudad y el mundo»— con el seudónimo de Ulises, no por Hornero —como él solía precisarlo—, sino por James Joyce. Álvaro Mutis debía hacer un viaje de trabajo a Puerto Príncipe por los primeros días del nuevo año, y me invitó a que lo acompañara. Haití era entonces el país de mis sueños después de haber leído El reino de este mundo, de Alejo Carpentier. Aún no le había contestado el 18 de febrero, cuando escribí una nota sobre la reina madre de Inglaterra perdida en la soledad del inmenso palacio de Buckingham. Me llamó la atención que la publicaran en el primer lugar de «Día a día» y se hubiera comentado bien en nuestras oficinas. Esa noche, en una fiesta de pocos en casa del jefe de redacción, José Salgar, Eduardo Zalamea hizo un comentario aún más entusiasta. Algún infidente benévolo me dijo más tarde que esa opinión había disipado las últimas reticencias para que la dirección me hiciera la oferta formal de un empleo fijo.

Al día siguiente muy temprano me llamó Álvaro Mutis a su oficina para darme la triste noticia de que estaba cancelado el viaje a Haití. Lo que no me dijo fue que lo había decidido por una conversación casual con Guillermo Cano, en la que éste le pidió de todo corazón que no me llevara a Puerto Príncipe. Álvaro, que tampoco conocía Haití, quiso saber el motivo. «Pues cuando lo conozcas —le dijo Guillermo— vas a entender que ésa es la vaina que más puede gustarle a Gabo en el mundo.» Y remató la tarde con una verónica magistral:

—Si Gabo va a Haití no regresará más nunca. Álvaro entendió, canceló el viaje, y me lo hizo saber como una decisión de su empresa. Así que nunca conocí Puerto Príncipe, pero no supe los motivos reales hasta hace muy pocos años, cuando Álvaro me los contó en una más de nuestras interminables memoraciones de abuelos. Guillermo, por su parte, una vez que me tuvo amarrado con un contrato en el periódico, me reiteró durante años que pensara en el gran reportaje de Haití, pero nunca pude ir ni le dije por qué.

Jamás se me hubiera pasado por la mente la ilusión de ser redactor de planta de El Espectador. Entendía que publicaran mis cuentos, por la escasez y la pobreza del género en Colombia, pero la redacción diaria en un vespertino era un desafío bien distinto para alguien poco curtido en el periodismo de choque. Con medio siglo de edad, criado en una casa alquilada y en las maquinarias sobrantes de El Tiempo  un periódico rico, poderoso y prepotente—, El Espectador era un modesto vespertino de dieciséis páginas apretujadas, pero sus cinco mil ejemplares mal contados se los arrebataban a los voceadores casi en las puertas de los talleres, y se leían en media hora en los cafés taciturnos de la ciudad vieja. Eduardo Zalamea Borda en persona había declarado a través de la BBC de Londres que era el mejor periódico del mundo.

Pero lo más comprometedor no era la declaración misma, sino que casi todos los que lo hacían y muchos de quienes lo leían estaban convencidos de que era cierto. Debo confesar que el corazón me dio un salto al día siguiente de la cancelación del viaje a Haití, cuando Luis Gabriel Cano, el gerente general, me citó en su despacho. La entrevista, con todo su formalismo, no duró cinco minutos. Luis Gabriel tenía una reputación de hombre hosco, generoso como amigo y tacaño como buen gerente, pero me pareció y siguió pareciéndome siempre muy concreto y cordial. Su propuesta en términos solemnes fue que me quedara en el periódico como redactor de planta para escribir sobre información general, notas de opinión, y cuanto fuera necesario en los atafagos de última hora, con un sueldo mensual de novecientos pesos. Me quedé sin aire. Cuando lo recobré volví a preguntarle cuánto, y me lo repitió letra por letra: novecientos.

Fue tanta mi impresión, que unos meses después, hablando de esto en una fiesta, mi querido Luis Gabriel me reveló que había interpretado mi sorpresa como un gesto de rechazo. La última duda la había expresado don Gabriel, por un temor bien fundado: «Está tan flaquito y pálido que se nos puede morir en la oficina». Así ingresé como redactor de planta en El Espectador, donde consumí la mayor cantidad de papel de mi vida en menos de dos años.

Fue una casualidad afortunada. La institución más temible del periódico era don Gabriel Cano, el patriarca, que se constituyó por determinación propia en el inquisidor implacable de la redacción. Leía con su lupa milimétrica hasta la coma menos pensada de la edición diaria, señalaba con tinta roja los tropiezos de cada artículo y exhibía en un tablero los recortes castigados con sus comentarios demoledores. El tablero se impuso desde el primer día como «El Muro de la Infamia», y no recuerdo un redactor que hubiera escapado a su plumón sangriento.

La promoción espectacular de Guillermo Cano como director de El Espectador a los veintitrés años no parecía ser el fruto prematuro de sus méritos personales, sino más bien el cumplimiento de una predestinación que estaba escrita desde antes de su nacimiento. Por eso mi primera sorpresa fue comprobar que era de veras el director, cuando muchos pensábamos desde fuera que no era más que un hijo obediente. Lo que más me llamó la atención fue la rapidez con que reconocía la noticia.

A veces tenía que enfrentarse a todos, aun sin muchos argumentos, hasta que lograba convencerlos de su verdad. Era una época en la que el oficio no lo enseñaban en las universidades sino que se aprendía al pie de la vaca, respirando tinta de imprenta, y El Espectador tenía los maestros mejores y de buen corazón pero de mano dura. Guillermo Cano había empezado allí desde las primeras letras, con notas taurinas tan severas y eruditas que su vocación dominante no parecía ser de periodista sino de novillero. Así que la experiencia más dura de su vida debió ser la de verse ascendido de la noche a la mañana, sin escalones intermedios, de estudiante primíparo a maestro mayor. Nadie que no lo conociera de cerca hubiera podido vislumbrar, detrás de sus maneras suaves y un poco evasivas, la terrible determinación de su carácter. Con la misma pasión se empeñó en batallas vastas y peligrosas, sin detenerse jamás ante la certidumbre de que aun detrás de las causas más nobles puede acechar la muerte.

[...]

Conluimos

Leer Vivir para contarla es una experiencia que va más allá de la autobiografía: es acompañar a Gabriel García Márquez en el descubrimiento de su voz como escritor y en la construcción de un universo literario que marcaría la historia de la narrativa universal. Este fragmento nos recuerda que cada página escrita por “Gabo” nace de la fusión entre la vida y la imaginación, entre la memoria y la invención. Su paso por el periodismo, sus amistades literarias y su visión crítica de la realidad nos muestran a un autor que supo transformar lo cotidiano en arte. Si te apasiona la literatura y quieres seguir descubriendo más sobre grandes escritores y sus obras, te invitamos a mantenerte cerca de este espacio. 

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